Desde un comienzo se debe reconocer que los biólogos y geógrafos han jugado un papel fundamental en los inicios de la ecología. Es justo recordar el aporte considerable de los griegos clásicos. Por ejemplo, Aristóteles, además de filósofo, fue un biólogo y naturalista de gran talla. Baste citar sus libros sobre la vida y costumbres de los peces, fruto de sus diálogos con pescadores, y sus largas horas de observación personal.
Si nos trasladamos al siglo XVIII, cuando la biología y la geografía se estaban transformando en las ciencias modernas que hoy conocemos, es imprescindible reconocer el carácter absolutamente ecológico del trabajo de los fisiologistas en su progresivo descubrimiento de las relaciones entre la vida vegetal y animal con los factores abióticos tales como la luz, el agua o el carbono. Entre los muchos ejemplos posibles, es suficiente recordar las investigaciones de Réaumur en el campo de la temperatura, así como las de Leeuwenhoeck acerca de la formación del almidón en las plantas verdes.
También se realizaron durante el siglo algunos de los grandes viajes científicos que permitieron un conocimiento más metodológico de los paisajes geográficos de los diversos continentes, ejemplo entre otros del Conde de Buffon, autor de los primeros tratados de biología y geología no basados en la Biblia; o Alexander von Humboldt, el cual exploró y estudió durante cinco años las tierras de América Latina.
El papel de los precursores del evolucionismo es asimismo fundamental, porque intuían que no había ningún tipo de predeterminismo en la gran variedad de especies vivientes existentes, sino progresivas adaptaciones ambientales.
Erasmus Darwin, abuelo del universalmente famoso Charles Darwin, predijo algunas de las grandes tesis evolucionistas que desarrolló años más tarde su nieto y que influyeron de modo decisivo en las corrientes de pensamiento del siglo XIX. Sin duda alguna, la polémica entre deterministas y evolucionistas fue uno de los principales debates científicos del siglo XIX, enfrentando a hombres de la categoría de Cuvier, Owen, Agassiz y Kölliker, contra los nuevos “transformistas” Lamarck, Darwin, Herbert Spencer, Muller, Haeckel, etc.
El calor de la polémica fue muy fecundo, porque exigió de los transformistas que multiplicaran sus observaciones para justificar las nuevas teorías del evolucionismo. En alguno de ellos se manifestó una conversión forzada por las evidencias; por ejemplo en el científico galés Richard Owen, que aun siendo vivamente adversario de la nueva teoría evolucionista, realizó descubrimientos que él mismo no podía justificar si no era recurriendo a la teoría de Darwin.